La última parada

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Inicio el viaje en la madrugada, cubriéndome con un abrigo de esperanzas para soportar el frío cotidiano del camino.  Me detengo por primera vez frente al espejo, que salpicado de tristeza muestra un rostro desgastado, con múltiples y diminutos arroyos que conozco casi de memoria. Cierro los ojos y la imagen se desvanece en el tiempo, se pierde en la oscuridad, giro sobre mí y lentamente los abro y avanzo hacia esa luz que se ve como el final de un túnel. Salgo de la recámara y veo los rayos del sol que agitan las partículas de polvo en el aire, que pasan a través de mí como si estuviera hecho de gotas de agua. Entonces pienso en tus lágrimas, con las que aderezabas todos esos platillos siempre rebosantes de olores, de esos olores que están almacenados en cada uno de los espacios de esta cocina por la que transito, en la que siento tu silueta desplazándose de una esquina a otra, llevando a todos lados tu pelo negro, que ahora imagino que acaricio, pero mi mano sólo cruza el aire y mis labios se resecan, mis labios que incansablemente te besaron y que bebieron tus estremecimientos como si lo hicieran en un oasis. Sigue leyendo

Prudencia Linares

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Prudencia Linares se levantó sin haber dormido, se bañó y se vistió con el hábito franciscano. Oró de rodillas durante media hora y después deshizo la barricada con que aseguraba su puerta. Salió al pasillo y el aire caliente de la mañana se le pegó al rostro, produciéndole una congoja mayor a la de los días anteriores. Se dijo para sí misma que esa pena formaba parte de su castigo y que cuando llegara a confesarse con su Santidad ya casi habría pagado la penitencia que le correspondía. Ese día no pasó por la fonda y en ayuno se dirigió hacia el Vaticano, en su trayecto se fue llenando del dolor de los miserables y desgraciados que pululaban por los callejones de la ciudad.

A media mañana se encontraba frente a la enorme puerta que la conduciría hasta el Papa. Esperó largo tiempo hasta que un cardenal se acercó a ella solicitándole le entregara la gracia que con anterioridad se le había concedido, ella puso el diminuto sobre en la blanca mano de aquel hombre que no dejaba de mirarla a los ojos – Por aquí – dijo y se fue delante de ella. La llevó a una pequeña sala y la dejó en un reclinatorio. Después de unos momentos de silencio, detrás de ella, el Papa dijo en perfecto español – Dime tu pecado Prudencia – Ella volteó y vio su cara de anciano, cargando todas las penas del mundo y balbuceó – Su Santidad, deseo a mi esposo… a mi esposo muerto – El Papa se quedó estático momentáneamente y enseguida le dijo – Prudencia, ve con tu pecado, si lo olvidas entonces vuelve.